ALGUNOS ÁMBITOS DE
LA ÉTICA APLICADA
Bioética
El término
“bioética” empezó a utilizarse a comienzos de los años setenta para referirse a
una serie de trabajos científicos que tienen por objeto la reflexión sobre una
variada gama de fenómenos vitales: desde
las cuestiones ecológicas a las clínicas, desde el problema de la investigación
con humanos a la pregunta por los presuntos derechos de los animales. En este
sentido, la bioética sería una “macroética”, una manera de enfocar toda la
ética desde la perspectiva de la vida amenazada. Sin embargo, la necesidad de acotar con más
precisión los diversos ámbitos de problemas ha llevado a reservar el término
bioética para las cuestiones relacionadas con las ciencias de la salud y las
biotecnologías.
En la actualidad
existe un amplio consenso entre los especialistas en cuanto al reconocimiento
de los principios de autonomía, beneficencia y justicia como principios de
la bioética. Una formulación
reciente de los mismos es la que puede encontrarse en el llamado Belmont Report, un documento elaborado
en 1978 en los EEUU por la Comisión Nacional
para la Protección
de Personas Objeto de Experimentación Biomédica. En dicho documento se recogen los tres
principios mencionados:
1-
El respeto a las personas, que
“incorpora al menos dos convicciones éticas: primera, que los individuos
deberían ser tratados como seres autónomos, y segunda, que las personas cuya
autonomía está disminuida deben ser objeto de protección”.
2-
El principio de beneficencia,
según el cual “las personas son tratadas de forma ética, no sólo respetando sus
decisiones y protegiéndolas del daño sino también haciendo un esfuerzo por
asegurar su bienestar”. La beneficencia
no se entiende aquí como una actitud supererogatoria, sino como una obligación
del médico, y en este sentido se explicita en dos reglas: 1) el principio
hipocrático de no-maleficencia, que es también el segundo de los deberes
jurídicos expuestos por Ulpiano en el Corpues
Iuris Civilis, y que dice “neminen
laede” (no dañes a nadie), y 2) la obligación de “extremar los posibles
beneficios y minimizar los posibles riesgos”.
3-
El principio de justicia, que
intenta responder ala pregunta “¿quién debe recibir los beneficios de la
investigación y sufrir sus cargas?” El
principio de no-maleficencia es, con toda probabilidad, el más antiguo de los
que guían la praxis médica, y en él se recoge lo que podemos llamar el bien
interno de este tipo de actividad: “hacer el bien al enfermo”. Evidentemente,
el bien del enfermo ha de ser una meta obligada, pero dado que este bien puede
ser entendido de maneras distintas por parte del médico y del enfermo, poco a
poco se ha ido cayendo en la cuenta de la necesidad de superar ese paternalismo médico por el cual los
profesionales de la sanidad imponían su propia concepción del bien al enfermo
sin contar con el consentimiento de éste.
El rechazo del paternalismo es un logro de la Ilustración que ha
dado paso al principio de autonomía como expresión del reconocimiento de que
los afectados por la acción médica
no son seres heterónomos, incapaces de decidir acerca de su propio bien, sino,
por el contrario, seres autónomos a quienes se debe consultar en muchos
momentos para recabar su consentimiento
informado.
El principio de
justicia, por su parte, es el más reciente en la conciencia médica y en la
conciencia social. En un mundo como el
nuestro, en el que los recursos son escasos y las necesidades son muy amplias y
variadas, necesitamos criterios para administrar tales recursos de tal manera
que el resultado se pueda considerar justo. Este principio puede interpretarse
de diversas maneras, conforme a la concepción filosófico-política que se adopte
(liberal, socialista, anarquista, etc.) pero en cualquier caso parece haber un
cierto grado de convergencia entre distintas teorías de la justicia que permite
hablar de un “mínimo decente” (decent
minimum, término acuñado entre los bioeticistas anglosajones) Se trata de
cierto tipo de acuerdo social que obliga al Estado a garantizar unos niveles
elementales de asistencia sanitaria a toda la población, dado que no sería
justo desatender ciertas necesidades primarias de salud de los ciudadanos. Nótese que este principio de justicia de la
bioética puede llevar, en algunos casos a negar la financiación pública a
ciertos tratamientos especialmente costosos a los pacientes que los necesitan,
especialmente cuando no peligra la vida de la persona o cuando no se poseen
garantías suficientes respecto a la posible eficacia de dichos tratamientos
puesto que la prioridad de los gastos sanitarios públicos, el bien interno de
esta distribución económica, no puede ser otro que la garantía del mínimo
decente a todas las personas.
Los tres principios
mencionados son –a nuestro juicio- principios válidos para servir de
orientación en las cuestiones de bioética, pero conviene fundamentarlos
filosóficamente mediante el concepto de persona entendida como interlocutor válido para apreciar
plenamente su validez ínter subjetiva.
Además, hemos de observar que se trata de unos principios prima facie, esto es, que han de ser
seguidos siempre que no entren en conflicto, de modo que la decisión última en
los casos concretos ha de quedar en manos de los afectados por ella.
Algunos problemas
que, en principio, pertenecen al ámbito de la bioética, como es el caso del
suicidio, la eutanasia y el aborto provocado, han trascendido ampliamente los
dominios de este modesto saber ético y se han convertido en cuestiones sociales
de cierta magnitud. A ello han
contribuido, sin duda, multitud de factores de todo tipo (culturales,
económicos, sociológicos, políticos, etc). No podemos detenernos a analizar aquí estas
cuestiones, pero sí apuntar que algunas de las aportaciones de la Ética
contemporánea, como la distinción entre éticas deontológicas de mínimos y
éticas teleológicas de máximos, son muy fructíferas a la hora de encarar esas
cuestiones con alguna probabilidad de esclarecimiento.
Gen-Ética
A nadie puede
extrañar que los avances científicos en el terreno de la ingeniería genética
despierten algún recelo por parte de los sectores sociales mejor informados,
puesto que se trata de un conjunto de conocimientos que puede poner en manos de
ciertas personas el poder de decidir el futuro de la evolución biológica de
muchas especies de seres vivos, incluida la especie humana. En efecto, las técnicas desarrolladas en este
campo permiten aplicaciones que cualquiera consideraría beneficiosas, como la
erradicación de ciertas enfermedades hereditarias o la consecución de nuevas
especies de animales y vegetales que puedan ser útiles a la humanidad por
cualquier motivo (económico, ecológico, sanitario, etc), sino que también
permiten aplicaciones más discutibles, como la posibilidad de “crear” nuevos
tipos de seres humanos a partir de modificaciones genéticas en algunos aspectos
que alguien pudiera considerar convenientes.
Por vez primera en
la historia de la humanidad, nos encontramos ante la posibilidad de alterar el
patrimonio genético de las generaciones futuras. No sólo podemos trabajar con el material
genético, pero sin modificarlo, como ocurre con la inseminación artificial, la
fertilización in vitro, la clonación o la elección del sexo de los embriones),
sino que podemos también trabajar en él,
modificando su estructura interna.
Podemos fijar los fines del proceso evolutivo futuro, y esto nos plantea
cuestiones muy graves que la Ética no puede eludir: 1) ¿Hacía dónde vamos a dirigir los procesos de cambio? O dicho de otro
modo: ¿Cuáles son los fines últimos
de la investigación y la manipulación genéticas? Y 2) ¿Quiénes están
legitimados para tomar decisiones en estos asuntos?
Algunos autores han
adoptado desde hace tiempo una posición científicista
en estos asuntos, arguyendo que la objetividad de la ciencia obliga a adoptar
el postulado de la neutralidad weberiano, según el cual las cuestiones éticas
serían meramente subjetivas, irracionales e inargumentables, mientras que la
ciencia permanecería en el dominio de la racionalidad, la objetividad y la
comunicabilidad, y por ello se recomienda a los científicos que dejen a un lado
las consideraciones éticas y se concentren en un estudio neutral de los
hechos. Sin embargo, como ya expusimos
en un capítulo anterior, el cientificismo comete el error de identificar un tipo
muy concreto de racionalidad (la racionalidad de las ciencias que tratan de
hechos) con toda la racionalidad. No es
verdad que no pueda argumentarse de un modo intersubjetivamente válido acerca
de los fines últimos de la investigación científica, como tampoco es verdad que
las cuestiones éticas en general pertenezcan al terreno de lo puramente
emotivo. Por el contrario, existen buenas razones para afirmar que
ciertas cuestiones, como las planteadas más arriba en torno a las futuras
aplicaciones de la investigación genética, son cuestiones que escapan claramente
al cometido de la ciencia, y que no por ello deben ser confinadas en el
peligroso terreno de la irracionalidad.
Por el contrario, la Ética posee los recursos intelectuales necesarios
para abordar esas cuestiones con racionalidad, ayudando a encontrar soluciones
justas.
En efecto, la Ética
no se presenta hoy en día como un saber enfrentado a la ciencia, ni mucho menos
como un saber “superior” en un sentido jerárquico a ésta, como si estuviese
legitimada para imponer a sus subordinados unos principios materiales
objetivos. Más bien, como ya hemos
sugerido al hablar de los métodos de la ética aplicada, la racionalidad ética
se mueve hoy en el terreno del diálogo, de la interdisciplinariedad y de la
búsqueda cooperativa de respuestas a los interrogantes éticos. En este sentido, la respuesta a la cuestión
de los fines últimos y aplicaciones de la investigación genética sólo puede
encontrarse desde la apertura de un diálogo público y abierto en el que las
distintas posiciones morales presentes en una sociedad pluralista puedan ir
participando sin imposiciones unilaterales ni exclusiones, de modo que los
ciudadanos en general, en tanto que afectados, sean considerados como
interlocutores válidos en un asunto de tan graves consecuencias. Así pues, no
parece posible responder de un modo apriorístico a la pregunta por los fines
últimos de la manipulación genética, pero sí podemos afirmar con rotundidad que
si fuesen fijados por un pequeño grupo, a espaldas del resto de la humanidad,
tal decisión no podría considerarse sino despótica e injusta. Y también, que si tales fines fuesen fijados
de este o de cualquier otro modo sin reparar en las consecuencias previsibles
de estas actividades, semejante decisión sería moralmente incorrecta por
irresponsable.
La cuestión capital
es, entonces, la de quiénes tienen derecho a decidir si finalmente se lleva a
cabo o no una determinada posibilidad de modificación genética de una especie,
particularmente la especie humana. No
cabe duda de que en el mundo actual existe un peligro enorme de que estas
decisiones queden en manos de las grandes empresas transnacionales, o bien de
los gobiernos de los países más ricos, con lo cual se podría estar excluyendo a
la mayor parte de la población del planeta de la posibilidad de intervenir en
el diálogo y en la correspondiente toma de decisiones. Por esta vía se corre un grave riesgo de que
aumente todavía más la dominación de todo tipo por parte de los países y empresas que ya tienen
hegemonía en el mundo, lo cual no puede presentarse en ningún caso como un
logro ético, sino todo lo contrario.
Otro riesgo que
todos corremos en este terreno es el de que las decisiones importantes se dejen
en manos de los “expertos” , o incluso en manos de los representantes
políticos. Con respecto a la posibilidad de que sean los expertos en cuestiones
genéticas quienes fijen por sí mismos los fines últimos, ya hemos comentado que
la ciencia tiene unos límites muy precisos, de modo que los científicos son
expertos en cuanto a los medios que habría que disponer para conseguir
determinados fines, pero respecto a la conveniencia de alcanzar unos fines u
otros, nadie se puede considerar experto: no hay “expertos en fines”, y
precisamente por eso es necesario abrir el diálogo a todos en este aspecto. En cuanto a que sean los políticos de oficio
quienes se encarguen de los asuntos relacionados con la manipulacion genética,
conviene observar que tales asuntos son demasiado delicados como para ser
introducidos en las contiendas políticas.
Sería demasiado ingenuo creer que los representantes políticos, por el
hecho de serlo, van a velar siempre por los intereses de todos, superando todo
partidismo.
En resumen, no
deberíamos dejar las decisiones sobre los fines últimos de la manipulación
genética en manos de los gobiernos de los países ricos, ni de las compañías
transnacionales, ni de los expertos, ni
de los políticos, puesto que lo moralmente acertado sería la toma de
decisiones responsables por parte de los afectados (con el debido asesoramiento
de una pluralidad de expertos) teniendo en cuenta no sólo sus intereses
individuales, sino los universalizables.
Las dificultades que entraña esta tarea son enormes, pero ello no debe
hacernos perder de vista que, si nos tomamos en serio la noción de persona como
interlocutor válido, tenemos que ir avanzando, al menos, en las siguientes
tareas: 1) lograr que los expertos comuniquen sus investigaciones a la
sociedad, que las acerquen al gran público, de modo que éste pueda codecidir de forma autónoma, es decir,
contando con la información necesaria para ello; 2) concienciar a los
individuos de que son ellos quienes han de decidir, saliendo de su habitual
apatía en estos asuntos, y 3) educar moralmente a los individuos en la
responsabilidad por las decisiones que pueden implicar, no sólo a individuos,
sino incluso a la especie. Este “educar
moralmente”, supone mostrar a la vez la responsabilidad que el hombre de la
calle tiene de informarse seriamente sobre estos temas y el deber de tomar
decisiones atendiendo a intereses que van más allá de los sectoriales.
Naturalmente, la
razón por la que deben ser los afectados los que han de hacerse cargo
responsablemente de las decisiones no es que sus juicios resulten siempre
acertados, puesto que nadie está libre de equivocarse, sino más bien que todos
tenemos que asumir la responsabilidad de informarnos, dialogar y tomar las
decisiones desde intereses universalizables, si es que queremos que los
intereses que satisfaga la investigación científica no sean unilaterales, sino plenamente humanos.
LA ÉTICA DEL DISCURSO
JÜRGEN HABERMAS
Varias son las alternativas que se han planteado en torno de la prolongación de las ideas modernas. Jürgen Habermas es quien más se ha dedicado a la tarea de una reconstrucción crítica de la racionalidad como base de la sociedad democrática y como cumplimiento del ideal emancipatorio de la modernidad.
Habermas desarrolla su teoría de la acción comunicativa, la cual constituye una ética del discurso. A diferencia de los filósofos modernos, él parte de un concepto de racionalidad intersubjetiva que se expresa mediante los actos del habla o de comunicación. De este modo sustituye la problemática moderna que se centra en la conciencia subjetiva, por una reflexión crítica acerca del lenguaje.
La teoría de la acción comunicativa contiene una crítica trascendental del lenguaje, o más específicamente de los actos de habla. Su intención principal es la de desarrollar una pragmática universal de los actos de habla.
Cuando cada uno de nosotros habla, en ese mismo acto, se encuentran estructuras universales que sólo pueden ser puestas de manifestó críticamente. Así como para hablar un idioma no necesitamos conocer explícitamente su gramática, tampoco necesitamos conocer los elementos universales que se encuentran en el acto mismo de hablar. Éstos sólo pueden ser reconocidos mediante una reflexión posterior.
La idea de Habermas se centra en que, del mismo modo que estén estructuras sintácticas y gramaticales, también existe una pragmática contenida en el habla cotidiana. Por lo tanto, al igual que la sintaxis y la gramática expresan los rasgos universales presentes en el lenguaje, es posible establecer una pragmática universal de los actos de habla mediante una crítica trascendental del lenguaje.
Por ejemplo, cada vez que alguien me dice algo, lo escucho suponiendo que lo que me dice es verdad, mas allá de que lo que dice sea verdad o no. La comunicación sólo se hace posible partiendo de la confianza en tal intención. De este modo nos encontramos con un principio supuesto en la intencionalidad de toda acción comunicativa.
Pensemos cuántas veces nos vemos ante la necesidad de tomar una decisión conjunta, la cual depende del grado y de la legitimidad de nuestra comunicación, es decir, de nuestra capacidad de expresar nuestra posición y de comprender la de los otros.
Lo que Habermas propone es que esta teoría de la acción comunicativa nos permita elaborar el concepto de una comunidad ideal de habla. Sabemos que este ideal de comunicación nunca podrá ser alcanzado, pero su función es la de corregir nuestros modos de comunicación. Una decisión justa es una decisión fundada en el consenso alcanzado mediante la argumentación racional de las posiciones de todos los involucrados.
Pensemos en un grupo que reclama a uno de sus integrantes por su mal comportamiento: esa demanda se podría expresar en una serie de juicios que podría resultar así:
No colaborar con el grupo durante el campamento es malo.
S no colaboró
S se comportó mal.
Como los juicios éticos contienen siempre una valoración, por ejemplo “S es un mal compañero”, no son verificables en el sentido en que lo son los juicios científicos, por ejemplo “todos los metales se dilatan por el calor”. Los primeros dependerán de la fundamentación de los argumentos que sean aportados a la discusión para validar el juicio emitido.
Habermas afirma que la validez del juicio ético se obtiene a través del consenso construido mediante la comunicación producida por argumentos racionales. De este modo descarta la posibilidad de aceptar como legítimos aquellos consensos limitados a la que opina la mayoría. La cantidad no da certeza, la mayoría puede equivocarse. Y propone lo que él llama consenso dialógico-argumentativo, que tiene características especiales que deben ser respetadas para asegurar la validez del acuerdo alcanzado.
- En la discusión cada uno de los participantes deberá exponer sus argumentos, responder a las críticas, argumentar en función de los intereses propios o de su grupo.
- Cada participante, por el solo hecho de entrar en la discusión, reconoce a los otros hablantes competentes como sujetos de derecho.
- Un consenso será legítimo y fundamentará una norma moral legítima, cuando se respetan todas las normas de procedimiento.
Habermas reformula el imperativo categórico kantiano, La razón es dialógica, esto significa que no puede haber excluidos en la discusión, y que todos los argumentos deberán ser atendidos. La ética del discurso, como Habermas llama a esta propuesta que comparte en sus puntos fundamentales con Kart Otto, Apel, no aspira a delinear el contenido de las normas morales o los ideales de vida buena, sino a ejercer una función crítica y legitimar o no los acuerdos políticos, económicos sociales alcanzados dentro de cada comunidad histórica o entre las naciones. En este sentido se puede decir que es una ética procedimental o formal. La ética del discurso da pautas para que los sujetos y los pueblos en su variedad cultural puedan determinar lo que es bueno para todos sus ciudadanos mediante un debate abierto.
El pensar se desarrolla en el diálogo. Aprender a pensar es aprender a argumentar y a confrontar con los argumentos de los otros. Lo más importante es poder llegar a fundamentar las normas básicas de convivencia desde esta racionalidad comunicativa, lo cual puede ser entendido como los fundamentos éticos de una teoría de la comunicación.
Entrevista a Jürgen Habermas
Actividad:
1) Busca en un diccionario los términos más significativos de su teoría. (aquellos que consideres pertinentes y no comprendes lo suficiente)
2) Qué significa "racionalidad intersubjetiva" y "conciencia subjetiva"?
3) Qué es la razón dialógica ?
4) Qué es un consenso y en qué se diferencia de "la opinión de la mayoría"?
5) En que idea se apoya Habermas y es fundamental para sostener su teoría?